Año de nuestro señor 1086. Córdoba, capital del reino Marroquí. Tras 2 años de continuo asedio que parecían eternos, con denodados esfuerzos de las huestes castellanas, y un perpetuo sufrimiento de la población andalusí, los muros de la ciudad cedieron por el ala oeste, y un ariete logró acercarse lo suficiente para derribar la puerta principal. Invocando al apóstol patrón, y al grito de "Santiago y cierra, España", el rey D. Airamand I, al mando de la caballería Toledana, las levas de infantería ligera de León, y reforzados con dotaciones mercenarias de ballesteros de las órdenes de Calatrava y Santiago, cargó contra los musulmanes, tropas de infantería ligera mozárabes del ejercito personal de Stelios el temible, que en apretadas filas defendían valientemente la ciudad, cimitarra en mano. Una y otra vez, en mortíferas oleadas de cargas de caballería, los castellanos iban diezmando la resistencia mora. Arqueros moros y ballesteros castellanos cubrían el cielo con lluvias de saetas, sobrevolando los yelmos acerados policromados y los turbantes monocromos, en una y otra dirección. Con denodada entereza, los moros no cedían terreno y aguantaban estoicamente las recias acometidas. Cuando la infantería ligera leonesa llegó hasta la primera línea de batalla, con las lanzas en ristre y el escudo firmemente sujeto contra el pecho, la suerte ya estaba echada, y se limitaron a rematar la reducida defensa que algunos civiles fanáticos osaron resistir. La batalla fue salvaje pero breve.
Con el paso de los años, los juglares (los trovadores, y algunos cantamañanas, n.t.) cantaban la gesta de boca en boca, y muchos fueron los detalles que se han ido modificando con el pasar de los tiempos de esta verídica historia. De hecho, este acontecimiento fue trasladado a la vecina provincia de Jaén, pues en las Navas de Tolosa resultó ser más épica y espectacular la narración de dicha batalla.
La corte Cordobesa de la familia de los Omeya fue tomada por las armas. Los embajadores extranjeros allí desplazados fueron atendidos con cortesía, y se les permitió salir con dignidad a aquellos que así lo solicitaron; recibiendo tratos de abolengo real como si hubiesen sido invitados por el propio D. Airamand I. La vieja corte castellana abandonó la tienda militar de campaña y se acomodó en los nuevos y suntuosos palacios andalusíes. Se instauró la ley marcial en la ex-capital mora, se hizo una gran pira con todos los libros del Corán, se prohibió el culto a Alá y cualquier referencia al profeta Mahoma.
Aún queda mucho por hacer, pero al menos la península ibérica estará libre de extranjeros, por primera vez en más de cuatrocientos años, y una sola religión será proclamada y venerada en la vieja piel de toro.
Los restos del ejército mozárabe, y un ejercito almohade que acababa de cruzar el paso de Algeciras, se protegieron en la vecina Granada, tras los esplendidos por bellos e inexpugnables muros de la ciudad, esperando un mejor desenlace, perseguido muy de cerca por la fuerza militar de D. Vaasco que rápidamente inició un segundo sitio sobre esta ciudad. La caída de la última ciudad mora parece inevitable.
Y detrás de la ciudad: el Mediterráneo, por fin. Una suave brisa marina azota las caras sudorosas y cansadas, barbas hirsutas y polvorientas, ojos saltones desencajados contemplan un mar tranquilo, sin las bravas olas del Atlántico. Las expectativas de abrir el comercio hacia el este anima el espíritu del rey para continuar esta campaña hasta el final.
Algo aún se interpone aún en su camino: ¡Beduinos! Sobre el puente de acceso a la entrada principal de Granada, un numeroso grupo de bestias relinchan en compacta formación aguardando con fanática determinación y esperanza la llegada de refuerzos allende los mares.
El fragor de la batalla cruzó rápidamente el Mare Nostrum, atrayendo a las aves de rapiña que buscan tesoros en los caídos. Las tropas castellanas, expulsando a los últimos moros de extramuros al mar, montaron sus fortines de asedio a pie de playa, esperando con decidido tesón la caida de la ciudad, y la llegada de los atrevidos piratas de Sesp1 el navegante.